Oficialmente ya terminó el verano. Las últimas brisas de aire caliente se resisten a abandonarnos cuando el mes de octubre cuenta sus últimos días. Una vez llegado noviembre no habrá ninguna duda: nuestros cuerpos flotando y sumergiéndose en las aguas del Mediterráneo quedarán en un recuerdo agradable, la nostalgia en el puesto de trabajo (quién posea uno) confundirá el azul de la pantalla del ordenador con el del brillante mar. Reflejos de una puesta de sol de hace poco más de un mes que nuestras gafas filtraron cerveza en mano. (Des)preocupación de antaño. Pero también podremos decir que hemos sobrevivido a sus innumerables peligros. Peligros que acechan en sus aguas, no muy lejos de la playa. Escondidos en los arrecifes, a pocos metros de los fabricados malecones, a rebufo de la espuma que los motores de las lanchas nos regalan en la orilla, bajo los remos de los domingueros que se atreven con el kayak y por supuesto, con los inconscientes que se bañan de noche: alcohol, agua salada y movimiento de piernas para mantenerse a flote, plano subjetivo acuático que se acerca a ellos.
Este verano tuve la oportunidad de darme un baño nocturno en la playa de Llavaneres. No recuerdo el tiempo que no lo hacía. Sumergirse en el mar con la oscuridad de la noche y apenas la luz de la luna como guía es algo gratificante, como una especie de liberación dentro de una cárcel de agua. Sumergí mi cabeza en el mar para bucear hacia el abismo y entonces me estremecí, sentí un pánico incontrolable. A mi mente llegaron recuerdos de unos tiempos en los que los tiburones acecharon nuestro mar, el mismo al que Serrat cantaba, el Mediterráneo. No regresaría a casa aquella noche, pensarían que me había ido de juerga, pero al día siguiente una versión charnega del jefe de policía Brody encontraría un brazo desgarrado, literalmente seccionado: “¿una hélice?”, preguntaría el ayudante del jefe de policía, tras vomitar su desayuno de huevos, bacon, judías y cuatro tazas de café. “No, una hélice nunca haría una corte de ese tipo”, y desde el fondo, con voz grave de cazaya, camisa blanca con mangas remangadas y gorro de paja, un viejo marinero del Maresme, curtido en mil batallas, mareas y subastas en el Puerto de Arenys de Mar sentenciaría con un cigarro en la boca y red en mano: “Eso ha sido un tiburón blanco, a principios de los ochenta ya tuvimos varios por la zona, lo recuerdo bien, y mi pierna más aun”, y se levantaría el tejano 10×10 viejo y desgastado dejando ver una cicatriz que recorrería toda la tibia; una extremidad sin músculo alguno, vacío, una especie de pata de palo formado por un hueso, el del propio marinero. “Suerte tuve que solo se llevó el músculo, aún puedo decir que conservé la pierna”.
Porqué a finales de los setenta y principios de los ochenta no solo en la costa del Pacífico bañarse en sus aguas era exponer la vida al acecho de un tiburón. Por culpa del pistoletazo de salida se había supuesto Tiburón (Jaws, Steven Spielber, 194), el pánico y el temor hacia los escualos,como si de un virus letal se tratase, se había propagado por todo el planeta, de océano a océano, de mar a mar. Por supuesto en Norteamérica los bañistas sufrieron de lo lindo con la secuelas de la obra maestra de Spielberg: Tiburón 2 (Jaws 2, Jeannot Szwarc, 1978) y Tiburón 3-D: El gran tiburón (Jaws 3-D, Joe Alves, 1983) y con variaciones como ¡Tintorera! (René Cardona Jr., 1977) o Barracuda (Harry Kervin, Wayne Crawford, 1978) Pero los mordiscos llegaron hasta nuestras aguas, las de las apacibles y tranquilas aguas del Mare Nostrum. El mar que para los vascos es algo así como una piscina se convirtió, gracias al virus tiburón, en un lugar inhóspito mediante el esforzado y oportunista trabajo de directores italianos como Bruno Mattei, Lamberto Bava, Tonino Ricci y en especial al que dedicaré las siguientes líneas: el maestro Enzo Castellari.
Castellari es uno de los realizadores de género que junto a Lucio Fulci y Sergio Martino prácticamente han buceado por todos los géneros, subgéneros y xploits que se destilaban durante las casi cuatro décadas que nos deja su legado; western, poliziesco, bélico, thrilller, giallo, aventuras, horror, postapocalíptico, etc… Un auténtico todoterreno, con tanto talento como descaro, capaz de otorgar calidad y dignidad a cualquier xploit o despropósito que el productor de turno, ávido de sacar partido ecónomico de la moda del momento, le propusiera como reto. Castellari casi siempre salía victorioso.
De esta manera, cuando Spielberg dejó libre a su tiburón causando el pánico por todas las playas del mundo, en Italia y de la mano del bueno de Enzo nos llegaron dos joyitas de dicho subgénero que destacan sobre la media de los productos que se pergeñaron en los principios de los ochenta: la primera de ellas es El cazador de tiburones (Il cacciatore di squali, 1979), y a pesar de que la podemos incluir dentro de la moda del cine con tiburones se trata realmente de un xploit del filme Abismo (The Deep, Peter Yates, 1977). Escrita por Peter Benchley y basada en su propia novela, se trata de una película de aventuras en una isla caribeña en la que un jóven Nick Nolte y una bellísima Jacqueline Bisset buscan el tesoro que se esconde en un viejo galeón español hundido tras partir de Cuba. Esta cinta aprovechaba también el éxito de Tiburón ya que estaba basada en otra novela del mismo Benchley y repetía la presencia como protagonista de Robert Shaw en un papel similar al de la película de Spielberg. Destaca por la calidad y belleza de sus escenas acuáticas y por la siempre sugerente presencia de Louis Gosset Jr. Pero a pesar del status de película de culto y de su calidad técnica, su desarrollo es algo lento, en el que varias situaciones se repiten de forma continuada y redundante. El éxito que obtuvo Abismo animó la producción hispano-italiana de El cazador de tiburones que nos relata la aventura de Mike el americano, un tipo solitario interpretado por un Franco Nero con un look totalmente estrafalario; peluca rubia oxigenada con cinta, enorme mostacho y tejanos arremangados. Mike vive en una isla caribeña y se dedica a cazar tiburones cuchillo en boca que luego vende en el pueblo. La primera secuencia nos lo muestra esperando a que aparezca su víctima, un pequeño tiburón. Cuando este aparece, Mike se lanza a por él, y contemplamos una secuencia subacuática de la persecución y lucha entre los dos, entre el delirio fílmico y el documental de la 2 a pulmón limpio, la secuencia se alarga hasta que nuestro querido Franco vence al tiburón. Aquí quien da miedo es Franco Nero, no los tiburones.
Después la cinta se desarrolla como Abismo: existe un avión hundido con un maletín en el que se esconden cien millones de dólares: Mike sabe dónde está y el excéntrico Acapulco le ayudará; y por supuesto otros personajes con malas intenciones también querrán apoderarse del tesoro. Aquí es donde encontramos una de las diferencias puramente latinas respecto a Abismo. En la cinta de Yates el personaje de Bisset sufre amenazas y acoso por parte de sus enemigos, como pareja de Nolte y fràgil mujer, era una forma de avisar a Nolte de que dejase de buscar el tesoro. En la cinta de Castellari, Juanita, la novia de Mike, también sufre el acoso de Ramón, secuaz del capitán Gómez, hasta que en una secuencia tras intentar violarla la mata.
Peleas en un chiringuito de playa, secuencias subacuáticas aceptables, la presencia siempre estimulante de Eduardo Fajardo, la rídicula intervención de Mirta Miller, persecuciones en avión, toques de comedia, la banda sonora de Guido y Maurizio de Angelis entre hipnóptica, obsesiva y enfermiza y durante todo el metraje el aroma y el espíritu de Keoma (Enzo Castellari, 1976), no es díficil encontrar los ecos de los eurowesterns y poliziescos rodados por la pareja Castellari-Nero en El cazador de tiburones, un duo más que dinámico que merecería un capítulo aparte. ¿Y los tiburones? Son cazados salvajemente por Franco Nero, y pasan de ser presas y víctimas a colaboradores de los héroes en el clímax final cuando todos luchan por conseguir el botín que se esconde en el fondo del mar. Un final irónico y agridulce extraido directamente de la última secuencia de El tesoro de Sierra Madre (The treasure of Sierra Madre, John Houston, 1948) cierra la película: dólares que vuelan hacia los brazos de los pobres isleños. La realización efectiva de Castellari sale a relucir en las persecuciones y peleas, así como en la secuencia de la paliza a Nero; cámara lenta, montaje rápido y ágil. A pesar de estar filmada en localizaciones de las costas mejicanas el espíritu es tan puramente Meditarráneo que podríamos encontrar a Mike el americano tanto en Torre del Mar (Málaga) como en Nápoles.
La segunda relación de Castellari con los peligrosos asesinos marinos es un asunto más serio y un auténtico clásico del subgénero: Tiburón 3 (L´ultimo squalo, 1981. Su título en España supone el colmo de la desfachatez y el descaro, ya que su distribuïdor, José Frade, decidió aprovechar el tirón de la saga iniciada por Spielberg titulando al filme de Castellari Tiburón 3, adelantándose un par de años a la tercera parte de la saga original. Tan pancho y tan ancho se quedó cuando vió como las colas en los cines se formaban con incrédulos que se acercaban a ver nuevas aventuras en Amity Island. El engaño continuó cuando apareció en los videoclubs… pero menudo engaño más divertido.
Tiburón 3 es un auténtico delirio y deleite y es de sobra mucho más entretenida y divertida que la tercera entrega de la saga original. Un enorme tiburón blanco, el último de su especie acecha a los protagonistas que residen en una preciosa y tranquila isla del pacífico. Anticipándose a la tercera entrega, una competición deportiva, en esta ocasión de windsurf se convierte en el evento sobre el que el gran tiburón blanco y los personajes implicados vierten sus intereses y deseos. Aparece una mano amputada y comienzan las cábalas y suposiciones: el personaje de James Franciscus, un escritor que sería una fusión de los personajes de Richard Dreyfuss- tiene conocimientos de marina y es submarinista- y de Roy Scheider – en algunos momentos se comporta como el sheriff de la isla-, y el personaje de viejo marinero intrepretado por Vic Morrow – una copia descarada del personaje de Robert Shaw- avisan de que se trata de un tiburón, no recomendando la competición. Y por otra parte el personaje de Joshua Sinclair, el alcalde: egoísta e interesado, desea evitar la cancelación por todos los medios posibles del evento.
El evento se realiza, y a pesar de proteger la zona para evitar el posible ataque del tiburón, por supuesto, este se pone las botas, tomándola con uno de los jueces de la competición, que literalmente, lanza desde el agua hacia el cielo como si de un hombre bala se tratara.
Y desde este momento la cinta se convierte en una caza contra el tiburón, llena de brutales momentos gore, secuencias psicotrónicas y el espírtu cruel puramente mediterráneo. Como la secuencia en la que un equipo de televisión que pone trozos de carne en el muelle del puerto para atraer al tiburón y poder filmarlo, dando pie a otros de los momentos más salvajes y negros de la películas: un personaje cae al agua tras el ataque del tiburón al muelle, el resto de personas lo arrastran por los brazos y al extraerlo aparece seccionado por la cintura. Encontramos otro momento delirante cuando el alcalde decide solucionar el problema a su manera: escopeta en mano se dirigie en helicóptero a destruir al monstruo. ¿Alquien se imagina un momento así con un político en la actualidad?
La película mantiene el tono durante todo el metraje gracias al buen oficio de Castellari, que dosifica bien los momentos de aparición del tiburón trabajando bien la tensión y las secuencias de acción. En su contra juegan los descarados insertos de tiburones extraidos de documentales, especialmente en los planos en los que este muerde los trozos de carne, que a pesar de estar bien integrados a nivel de montaje, ni las texturas ni los niveles de luz se asemejan en nada, pero claro, esto es el Mediterráneo, más exactamente las costas de Malta y no un estudio de la Universal. Ingenio, astucia y picardía ante falta de medios económicos. Es posible que en el momento del estreno, en las salas de cine, tales trucos de magia o de montaje, según mejor se vea, fueran invisibles al espectador de antaño.
La sutilidad, el miedo fraguado a fuego lento que trabajaba Spielberg, lo sugerente de su propuesta, la lucha del hombre contra el monstruo, del bien contra el mal, el miedo a lo desconocido, todos y cada uno de los logros y méritos de la excepcional obra maestra de Spielberg se convierten aquí en un ataque frontal contra el espectador: piernas mutiladas, cuerpos seccionados, helicópteros que chocan contra el mar, un tiburón aún más grande y aun más horroroso, mucha crueldad, y de nuevo, la banda sonora de los hermanos de Angelis; inspirada como no en la de John Williams, que acompaña de manera obsesiva los continuos ataques del último tiburón que aterrorizó el Mediterráneo.
La película se cierra con una secuencia absolutamente bizarra, el gran tiburón muerde al personaje de Vic Morrow que ya muerto, lleva una carga de explosivos en su cinturón (elemento que aparece en Tiburon 3D, ¿quién copia a quién?), momento que aprovecha Franciscus para activar la carga partiendo en dos mitades al tiburón. Tal cual.
Hasta el verano que viene podemos respirar tranquilos, mientras que en las aguas más cálidas de otros continentes acechan los peligros del mar, esperando a que el calor vuelva a las costas mediterráneas y nuestras piernas vuelvan a chapotear, plano subjetivo subacuático que se acerca a ellas….