Debió ser en una tarde de verano, mucho antes de que Barcelona fuera olímpica. Los aviones volaban a escasos metros de distancia de la terraza de casa de mi abuela. Podía ver la marca de las tuercas y el nivel de combustible de los boeings de Iberia, venían de Madrid, partían hacia París. La comida ya está digerida y El coche fantástico ha superado un reto más, Kit entra en el trailer alfil, ¿o era un caballo?, y aquel hombre que se parece tanto a Michael Caine ha levantado la ceja por cuarta vez. Hace mucho calor pero no puedo dejar de correr por la casa, de una habitación a otra. En el frutero que es un bodegón de piezas de plástico coloreadas hay un calendario del taller en el que mi abuelo dejó reparando su Renault 5; una mujer despampanante con unos pechos enormes me mira y me sonríe. Hay tanta fruta alrededor que las plumas que acarician su espalda huelen a manzana, he pasado más de diez veces por la cocina para verla, me pregunto “¿dónde estará ahora? No es mi profesora y no es mi madre, ellas no tienen las tetas tan grandes”.
La guerra de las chicas de calendario
Esta historia se escribe entre pequeños helados a quince pesetas, flashes de diez y nubes de a peseta, somos pequeños, vemos el mundo desde abajo pero en la tele todo parece grande. Los aviones, los campos de fútbol, las carpas de los circos, los discursos de Felipe González y las tetas de las cantantes y actrices. Todos se han puesto de acuerdo: el del taller, Ángel Casas, el del kiosko del parque y los chicos mayores del barrio que a escondidas me enseñan sus revistas porno a todo color. Hay mucho pelo, parece un bosque con árboles gigantes y ramas peludas en forma de bigote polaco. Y hay una guerra. No está en Vietnam, es entre Samantha Fox, Danuta, Sabrina, Marta Sánchez y parece que se apunta a la batalla la más grande… en la piscina; Rocío sale del agua y vemos las gotas de agua escapar hambrientas como peces que luchan a contracorriente. Pero que haya paz, fuera rivalidad, yo os admiro a todas, si no me descubren me esconderé detrás del sofá y disfrutaré de vuestros bailes, escucharé vuestras canciones y tararearé vuestras melodías. Hasta que acabe el verano.
De la misma manera me escondo de la vigilancia del Rocho en su videoclub. Las comedias, las de acción, las del oeste, las de terror –mis favoritas- y los dramas… sin que me miren me acerco a la sección X, que en sus primeras tres filas es erótica, Cicciolina con una banana, ¿se la comerá?, El semental italiano con Stallone levantando un puño y llevando un calzoncillo con la bandera norteamericana. Se confunden los dramas con lo picante, oficiales y caballeros con zorrones que pululan por la calle 42. Doy un un par de pasos laterales a mi izquierda donde hay un señor barrigudo con chaqueta de cuero marrón y bigotón, del bolsillo de su pantalón sobresale un llavero de Seat y mira atentamente la carátula de una porno con negras brasileñas. Parece estar leyendo la sinopsis, pero realmente está pensando como se lo va a montar para ver la peli y que su mujer no se entere. Yo pienso en como me lo puedo montar para poder alquilarla. El tipo, que huele a Brummel, me mira de reojo y cree intimidarme, yo le desafío un par de segundos y rápidamente me vuelvo hacia la estantería desplazándome hasta el centro de la sección de dramas. Entre Richard Burton, Farrah Fawcett y Victoria Abril veo a Raquel Welch sosteniendo una bandeja con dos jarras de cerveza como las que toman mis padres, lleva una falda tejana y una camiseta escotada que deja entrever sus grandes senos.
Sobremesa con Raquel Welch
“Su cuerpo lleno de sensualidad se iba a enfrentar a todos”. Así reza el lema de la carátula de la edición en vhs de Escándalo en la ciudad (Scandal in a Small Town, 1988, Anthony Page). Yo si me leo la sinopsis. La mujer más deseada del pueblo, muchos hombres la consiguieron, cometió errores pero ahora es una mujer trabajadora que mantiene a su hija como camarera en el bar del lugar… una foto de ella con su hija sonriendo me hace desconfiar. No son las negras de la playa de Bahía pero Raquel Welch es un mito, aunque ya no tenga veinte años y el viaje ya no pueda ser tan alucinante como el que hizo con Richard Fleischer. La alquilo. ¿Pero qué digo? Si no tengo dinero, tengo 11 años ni siquiera tengo las llaves de mi casa, únicamente una pelota de minibasket.
Es hora de catalogar Escándalo en la ciudad, soy lo suficientemente mayor para enfrentarme al drama de una madre luchadora, y sobre todo para disfrutar de la belleza madura de Raquel. Espero que el señor del bigote siga bien, se haya jubilado y en lugar de un llavero de Seat tenga uno de Mercedes y ¿porqué no? Se haya ido de viaje con su mujer a Brasil, aunque prefiero pensar que no tenía mujer y que se quedó a vivir en Brasil… Raquel me mira con sensualidad, las cervezas siguen intactas, la copia en vhs no es de mucha calidad pero le confiere al look televisivo de la película, el tono idóneo para un telefilme de esta calaña. ¡Adjust your tracking please! La cinta es una tv movie aparentemente previsible, un pequeño pueblo de provincias del profundo sur de los Estados Unidos, el típico bar de carretera, con influencias western, billares, hombres que beben una cerveza tras otra y una de las cosas que siempre me fascina de estos lugares: siempre hay un grupo tocando country en directo. ¿Será así realmente? ¿O es únicamente en este tipo de cintas y en las que Eastwood va acompañado de un gorila? Raquel Welch luce despampanante cuando está de turno, enseña sus largas piernas aún firmes y por supuesto insinúa sus dos grandes atributos, ella lo sabe y el resto también. Todos la conocen, bailan con ella, le lanzan piropos y cuando alguno se propasa, ella tiene la habilidad y el tacto suficiente para manejarlos como si fueran niños pequeños, que es lo que son. Pobres niños traviesos que llegan tarde a casa y que se han tomado alguna cerveza de más.
El final de la primera gran secuencia de presentación del personaje y su entorno, nos muestran por donde van a ir los tiros: uno de los lugareños totalmente borracho acosa a Raquel, ésta, cariñosa y comprensiva lo acompaña hasta el coche para asegurarse que entra en el mismo mientras pacientemente le quita las manos que intentan sobarla y aguanta sus libidinosas proposiciones. Parece que algo hubo entre ellos en el pasado. Repentinamente aparece la mujer de éste furiosa y totalmente desencajada. Le regala una bronca descomunal a su marido pero sobre todo se ceba con la pobre Raquel: “Siempre igual, ya te conocemos y sabemos cómo te las gastas, no has cambiado” Raquel es una mujer marcada por el pasado, por una juventud llena de pasión liberada y juguetona promiscuidad. Fue la chica fácil del instituto, muchos la cataron y probaron sus dulces encantos, en los asientos de atrás de los coches, en las últimas filas del cine, en los graneros, en los baños del instituto. Cuando ella dolida y arrepentida por su pasado libertino llega a casa lo primero que hace es subir a ver a su hija dormir, la besa.
La aprendiz de peluquera y el aprendiz de voyeur
No me está siendo nada fácil digerir tal producto. No es ni mucho menos lo que pensaba que iba a ser. No es una película que hubiera podido gozar a hurtadillas alguna noche de despiste de mis padres, es un telefilm de sobremesa, basada en hechos reales, esto no va a ir a más… me tomo un descanso y vuelvo a mirar la carátula. Y mirando a Raquel vuelvo a la terraza de casa de mi abuela, una tarde de verano y veo la imagen de esa joven peluquera, sobrina de alguien del barrio, hija de cualquier amiga de mi abuela que era peluquera, o lo quería ser y venía a cortarnos el pelo. Una de mis hermanas está sentada en una silla en la terraza mientras ella concentrada intenta hacerlo de la mejor manera. La lucha es dejar el flequillo recto, mi madre quiere que se lo corte más, mi hermana lo quiere largo como su amiga Miriam, mi abuela no deja de hablar y yo me coloco detrás y descubro que no tiene sujetador, que la camiseta que lleva es anchísima y sus pechos enormes. Me quedo ahí parado, ella sigue concentrada en su labor, mi hermana se queja, le están cortando el flequillo demasiado, la peluquera bromea y sonríe. Yo no puedo dejar de mirar sus pechos balancearse de un lado a otro, chocar entre sí, cada tijeretazo es un tsuanmi de izquierda a derecha, a veces me obliga a tener que girar la cabeza… ¿porqué será tan divertido mirar esto? Entonces me voy, en nada me va a descubrir mirándola. En el frutero está la chica del calendario, pero en la terraza está la de verdad. Vuelvo y me planto ahí otra vez. A mirar. Ella está a punto de terminar la faena. Entonces me mira y me sonríe. “Qué niño tan guapo, y que tranquilo es, ahí quietecito”. Sí, soy tranquilo, muy tranquilo.
Acabemos con Raquel Welch y la controversia en su pueblo. Estoy ansioso (es un decir) porque estalle el conflicto, salte la chispa y prenda fuego la mecha en forma de escándalo sexual, matrimonio roto, amante del pasado, que el párroco del pueblo entre en acción. Pero de repente la trama pega un giro inesperado, totalmente imprevisible. Raquel como buena madre, ayuda a su hija a estudiar para un examen de historia. Y descubre que el profesor de historia, interpretado por el gran Ronny Cox, les enseña que los judíos son los culpables de la actual crisis que vive el pueblo, pone en duda el holocausto judío e insinúa que realmente fue provocado por ellos y no por Hitler. Raquel, madre coraje inicia una lucha para que se haga justicia y no se permita que este profesor, idolatrado por todos, desvirtúe la historia de esta manera e influya en su hija fomentando el antisemitismo, la intolerancia y la ignorancia.
Como buena tv movie americana de sobremesa todo termina en un juicio en el que el pasado de mujer “fresca y generosa” de Raquel será utilizado en su contra. Ella se arrepiente de cosas de su pasado, pero remarca entre lágrimas que ahora es una buena madre, trabajadora y luchadora. Así se defiende. Ya os podéis imaginar como acaba el juicio, quien gana, quien pierde. Madre e hija se abrazan, madre y mujer abogado se abrazan. Todos se abrazan, vuelven al bar a beber. Raquel se pone otra falda corta y otra camisa escotada. Yo respiro aliviado. El señor del bigote echa de menos a su mujer española y el videoclub Rocho cerró hace años.
En la terraza la peluquera ha terminado de cortar el pelo a mis hermanas. Yo no me he cansado de mirar en la zona que va desde sus tijeras hasta su barbilla. Ella me mira sonriente y se dirige a mi madre: “¿Y este niño tan guapo, no tiene el flequillo demasiado largo? Habrá que cortárselo”. “Ya que estás, si no te importa…”, le contesta mi madre. Yo me siento y ahora tengo sus pechos a menos de diez centímetros. Le sonrío ingenuamente y pienso “Si, córtame el flequillo, que no te veo bien las tetas”.